He aquí un extracto de un texto que escribí hace algunos años y que trata lo que hemos discutido en clase estos últimos días.


 

La universidad es el lugar al que se viene a forjar el espíritu, a someterlo, esto es, a atesorar conocimientos, a conocer el valor del aprendizaje, a poner a prueba la voluntad, a aprehender la ambición intelectual y, como consecuencia de todo ello, a adquirir ciertos valores morales. Se comprende inmediatamente que la universidad es un vivero de pasiones efervescentes en el que sus miembros, profesores y alumnos, pugnan por realizar sus ideales y sus sueños y donde se respiran aires de libertad intelectual. ¿No hace falta entonces juventud de espíritu para ser universitario en cualquiera de sus formas? ¿No es exigible esa juventud de espíritu? ¿De dónde sale la energía para hacer reales y verdaderas las aspiraciones anteriores? Del entusiasmo, bella palabra que originariamente se refería al furor de las sibilas al dar los oráculos, que luego por extensión significó la inspiración divina de los profetas, que después fue la inspiración de los artistas, que más tarde indicó la exaltación fogosa del ánimo y que, por último, y éste es el significado que nos interesa, la admiración fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño.

Permitidme que aclare y justifique la importancia del entusiasmo como motor de la actividad universitaria con un texto de Ortega y Gasset de título Elogio de las virtudes de la mocedad (publicado en 1982 en la Revista de Occidente, nº 15 y 16 y que recoge un discurso pronunciado en 1925 con ocasión de la fiesta de la primavera celebrada en la Residencia de Estudiantes):

"Como cada hombre, cada edad tiene sus virtudes peculiares. Hay una moral, en mi entender perversa, que llama virtud a la exigencia de que seamos todo lo contrario de lo que somos. Comprenderéis que, siendo esto imposible, el afán de virtud que hay en todo pecho noble sirve tan sólo para que vivamos avergonzados de nosotros mismos, sintiéndonos incapaces de cumplir las normas imperadas. Nada más desmoralizador que acostumbrar al hombre a sorprenderse siempre vencido ante sí mismo, porque acabará aceptando su triste sino y renunciando a nuevos ensayos caerá en la abyección.

No; las virtudes son, por el contrario, formas de plenitud de la vida, y cada cual vive del que es y según es. La virtud del arpa está en sonar bien, no en que enmudezca. Las virtudes del hombre, en que cada cual llegue a ser con plenitud lo que ya era en germinación. La moral no puede alejarse de la vida espontánea porque es su misión perfeccionarla.

Pues bien, en cada edad la vida una forma peculiar que necesita de sus virtudes afines. ¿Y en qué consiste la juventud? Como la explosión es la forma que toma la fuerza cuando es excesiva, como el borboteo es el semblante que el agua toma cuando fluye demasiado deprisa por un cauce estrecho, así es la juventud el conjunto de ademanes que hace la vida cuando rebosa, cuando sobra. El joven vive fuera de sí atraído a toda hora por cuanto le rodea –en tanto que para el anciano, vivir es estar vuelto de espaldas al mundo, reconcentrado en sí, rumiando los viejos recuerdos sabrosos e íntimos, como el pájaro fénix que antes de morir picotea en su propio pecho-. La juventud es el lujo vital y sus virtudes las virtudes de la vida en reboso.

Como antes indicaba no es posible otro imperativo moral que éste: Hombre, llega a ser el que eres, ten la voluntad de tu propia existencia. Y así, yo diría a la juventud: Llega a ser lo que eres.

Ríe –por ahí tienes que comenzar. Los escolásticos, buscando algún rasgo exterior que fuera exclusivo del hombre y ajeno al animal, sólo hallaron éste: la risibilitas la capacidad de reír. Luego vendrán los años que acumularán sobre nosotros amarguras y desazones, acritudes y fracasos; poco a poco el corazón se irá obliterando, se irá cerrando para no dejar entre sino lo que es conveniente y es útil para el negocio o para la ambición. Como esto es fatal, procurad que os llegue la madurez cuando tengáis bien llenos de risa los sótanos del alma. Porque ella nos prepara a entrar en trato con las cosas: el preocupado, el hosco no deja que llegue nada dentro de su campo visual –huye de hombres y cosas de antemano, hostil a todo no acierta a mirar nada-. Una alma que ríe, que ríe hasta el fondo de sí misma es una alma sana y limpia: cuando algo dentro de vosotros se resiste a entrar en la danza de la risa desconfiad de ello; es seguramente algo torvo, algo enfermizo –tal vez una envidia, una acrimonía, una turbia emoción-. La delicadeza de los griegos advirtió ya esta transparencia del alma risueña y por eso cuando imaginó a sus dioses les dio como atributo el reír inextinguible. Sobre nosotros están las nubes
donde Júpiter hace rodar los truenos, pero sobre las nubes puso Homero el Olimpo donde sólo ruedan las carcajadas. Del mismo modo que abre nuestros labios, abre la risa las puertas de nuestra conciencia y la dispone a verterse sobre el mundo.

Pero no basta la risa: en la escala de las virtudes jóvenes ocupa el grado inferior. Sentir el lujo de la propia vida es regalarla, es vivir las otras cosas. La risa nos orienta hacia fuera, nos prepara a recibir lo exterior pero es resbaladiza. Va de objeto en objeto rumoreando como un torrente primaveral. Necesitamos que nuestro corazón se detenga fijo en cada cosa, la absorba, la aprenda. Esto hace la amistad. Sólo en la juventud hay ocio y hay humor para que nazcan las verdaderas amistades. Los hombre maduros son entre sí, tal vez, consocios, colaboradores; en ocasiones, cómplices. Pero la pura conexión de la amistad no suele hacer nacer sino en la juventud. La amistad se engendra en largas conversaciones que no versan sobre nada utilitario, sobre industria o sobre ciencia; los amigos hablan de sí mismos y van mostrándose trozos de su espíritu y va aprendiendo el uno que el otro es también un yo, por tanto, con los mismos derechos que uno a sí mismo se otorga. La amistad enseña el respeto a las demás cosas porque en ella hacemos el admirable descubrimiento de que sobre la tierra no sólo hay uno, el yo, sino que hay otro, el tú. Y una vez aprendido esto del otro hombre, poco nos cuesta tratar las cosas como inválidos y mudos amigos. Y esto inicia la comprensión de lo que nos rodea.

Sin embargo, en la amistad son los amigos como dos ruedas dentadas que fielmente giran la una sobre la otra pero siempre la una fuera de la otra. Por mucho que de nosotros dejemos en el alma amiga, siempre nos reservamos parte. La amistad es un lujo que no se olvida de economizar.

La juventud necesita la pedagogía del amor. Mirad: el viejo y socarrón Sócrates solía, en las tardes de estío, llevar algún discípulo por las márgenes amenas del Cefiso. Y allí, en la soledad y como al oído –cuenta Platón-, le revelaba un secreto: Yo digo, murmuraba Sócrates, que sólo sé que no sé nada, pero esto no es verdad. ¡Hay un asunto en el que confieso ser especialista!, ta erotika, las cosas del amor. Y en tanto que esto decía, agrega Platón, sobre sus cabezas, puestas en los plátanos, las áticas cigarras caniculares rascaban en su rabel. Pero todo lo que Sócrates confesaba saber del amor se lo había enseñando una rara mujer que halló en un campo de batalla, buscando el cuerpo de su marido muerto. Sócrates la llamaba misteriosamente "la extranjera de Mantinea". Inútil intentar ahora exponeros esa clásica filosofía del amor. Me interesa sólo el recuerdo, porque yo también creo que sólo la mujer enseña el amor.

El encanto del amor proviene de su capacidad poética: puebla de iridiscencias el mundo entorno, lo adoba, lo recama. Cree siempre el enamorado que la mujer que ama es la más bella, la más perfecta.

¿Se equivoca el enamorado? Los observadores triviales tienden a creer que sí, que esto es un error. No es cierto que en los casos normales suponga el amante en la amada perfecciones de que ésta carece: tal vez sea ciego para sus defectos, pero las virtudes que en ella ve suelen hallarse en ella. ¿Por qué hemos de creer que tiene razón el indiferente?

Pues la fuerza, la raíz misma del amor, consiste precisamente en concentrar nuestra máxima atención sobre un objeto que, entonces, envuelto en esa plena luz de nuestro espíritu, nos revela sus más delicados detalles. Claro es que el indiferente no ve en la mujer que no ama las perfecciones que el amante encuentra. Le falta para ello lo principal: la luz que el amor presta.

No es una advertencia vaga y gratuita: recordad si no, vosotros que sois menos jóvenes, qué ojos habéis aprendido mejor, más aún, cuándo habéis aprendido lo que hay de maravilloso en una pupila. Fue sin duda una vez en que, inclinados sobre la frente de vuestra amad, visteis cruzar por el fondo de sus ojos esas bandadas de puntos de oro fugaces como pájaros, y en que, como el poeta, dudasteis si serían sus pensamientos. Pues bien, todos hemos necesitado una extranjera de Mantinea que nos enseñe a amar. El instante de Zenith es aquel al pasar por el cual los amantes se juran amor eterno.

Aquí tenéis lo que el amor nos enseña; Goethe lo dice: la transmigración –el absoluto abandono de nosotros mismos y nuestro tránsito a otro ser- sin resto alguno, sin reserva ninguna. Esto sólo podemos, en rigor, sentirlo por la mujer.

Parece que nada puede superar la virtud del amor, y así es, en efecto. En calidad, el amor es lo sumo. Ahora es preciso que lo ampliemos: el amor a la mujer es exclusivo, riñe con otros amores.

Pues bien, el amor a todas las cosas es el entusiasmo; por esto en él culminan las virtudes de la mocedad. Cultivad en vosotros este hábito de transmigrar, de trasladar vuestro ánimo a cuanto os rodea. Intentad amar todas las cosas como suele amarse sólo la mujer; así os uniréis con ellas, os entregarán su secreto, y cuando vuestra juventud concluya os hallaréis ricos de botín cósmico, sabios y amplios. Feliz quien pueda decir como el venerable Empédocles: "Yo he sido un muchacho, una doncella, una águila, un pez mudo en la mar".

Sed entusiastas, verted a manos llenas y en toda pureza vuestra vida. Pedid siempre sobre el ayer un mañana, sobre las viejas ideas exigid ideas nuevas. Mirad que sólo los jóvenes se encienden, y sólo así, a la hora del crepúsculo, podréis recogeros llevando vuestra alma impregnada de universo.

Estas son las cuatro virtudes: ya véis cómo la risa abre el corazón de la mocedad, la amistad lo fija, el amor lo llena y el entusiasmo lo multiplica."

Ved, sin embargo, que un entusiasmo indómito y errátil no conduce a nada; ha de ser un entusiasmo aplicado a un fin, maduro y consecuente, capaz de la emoción pero presto para el trabajo. La cultura puede esmerilar ese entusiasmo en bruto, tallarlo y aplacarlo, mostrarle el camino y proporcionarle el conocimiento y la experiencia de las que anda necesitado. Sólo así se produce la cultura animi de la que hablaba Cicerón, el cultivo del espíritu. Definir la cultura brevemente es difícil, se resiste, porque es un hecho complejo y extenso que tiene muchos significados según el campo de que se trate (cultura como antropología, el significado étnico, filosófico, etc.); además, se corre el riesgo de dar una definición sintética y peligrosamente polisémica. Dejadme, pues, que en lugar de eso, enumere ciertos aspectos de la cultura que ilustran cómo puede llegar a canalizar el entusiasmo y convertirlo en un atributo verdadero de la vida.

La cultura como el conjunto de actividades que forja el espíritu. Éste es su significado más común, que comprende las artes, la ciencia y la tecnología y, en general, toda disciplina académica. Cultura es la Literatura, pero también las Matemáticas, la Filosofía, pero también la Informática. Hay que distinguir entre dos actitudes ante cualquier disciplina: la del observador superficial y la del estudiante serio. El hecho de que la cultura sea un tesoro no significa que sea fácil de alcanzar. Todo lo profundo requiere tesón y disciplina, lo cual no implica ausencia de diversión y goce; antes bien, la alegría que se posee cuando se corona un esfuerzo es más honda y sincera que la obtenida de hacer de lo lúdico una categoría absoluta

La cultura como el desarrollo de la sensibilidad hacia lo estético. Recordemos que la cultura incluye la admiración por la belleza y que muchas obras de arte se han producido para satisfacer un ideal de belleza. No puedo dejar pasar aquí la ocasión para apuntar que la belleza no es un bien exclusivo del arte, sino que existe también la belleza científica y que ésta impulsa la investigación a su vez. La voluntad de apreciar la belleza es en el fondo voluntad de comprender el mundo y parte esencial de ese entusiasmo de que hablaba Ortega y Gasset. Sin embargo, comprender el mundo sí es una actividad vital e insustituible, pero apreciar la belleza no parece sino un lujo superfluo, una vanidad engreída y rídicula muchas veces. Pero nada más profundamente erróneo. Exigid belleza, asidla, porque así el mundo será más inteligible.

La cultura como el entusiasmo hacia la expresividad. Todos tenemos la necesidad de expresarnos en mayor o menor medida, según seamos extrovertidos o no o según pensemos que tenemos algo interesante que decir. Muchos fenómenos culturales, sobre todo los artísticos, provienen de esa necesidad de comunicación. La lengua materna es la herramienta primera de que disponemos para la comunicación, el instrumento de la inteligencia y la voz de la emoción; con ella se hace el bien y el mal, es poderosa y frágil al tiempo. Sabemos que hoy en día el idioma se está empobreciendo y ello es triste porque el lenguaje estructura el pensamiento, y una persona con un lenguaje pobre es una persona que no distingue el matiz, que generaliza sin quererlo, que confunde e impacienta a su interlocutor, que está privada de su herencia cultural, en suma, que tiende menos y peores puentes con la vida. Pero dejemos que un poeta, Pablo Neruda, nos hable del amor al lenguaje. Este texto se llama Las palabras, de la obra Confieso que he vivido.

"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me posterno ante ellas…Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambio porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos…Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías, iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba
arrasada la tierra. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras."

La cultura como el hábito de la lectura. Poco hay que decir sobre la lectura. Es una medio formidable de conocimiento y su papel en la cultura es decisivo. He aquí un extracto de una reciente entrevista hecha al crítico y novelista Harold Bloom en el que da poderosas razones para leer (El País Semanal, septiembre de 2000).

"¿Por qué leer en el tercer milenio?

Para estar en contacto con nuestro yo más íntimo, para llegar al fondo de la esencia de lo humano, o, como digo en mi libro, para curarnos de la inercia oscura, de la enfermedad que nos ata a la muerte, porque nuestra desesperación requiere consuelo y la mediación de una narración profunda. Por el placer de lo humano y por el placer de ser sacudidos por la siguiente sorpresa, como ocurre a cada paso con Cervantes. La lectura nos pone en contacto con las presencias enigmáticas de los personajes, a quienes acabamos por conocer mejor que a nuestros propios amigos, porque en ellos hay algo inagotable que nos ayuda a entendernos a nosotros mismos. En nuestra época, como en la Alejandría de finales del primer milenio, han fallado los modos conceptuales. Si el tercer milenio va a ser un periodo completamente tecnologizado, algo tendrá que ocupar el lugar de la alta cultura. Habrá que seguir siendo capaces de pensar. No se puede renunciar a la memoria. La fuerza del entendimiento depende en gran medida de la experiencia estética interior. Si prescindimos por completo de la experiencia literaria, tendremos una visión muy empobrecida de lo humano. El imperio de lo tecnocrático puede fácilmente desembocar en la tiranía tecnológica o en algún modo de fascismo secular, y el mejor antídoto nos lo proporciona la enorme dosis de humanismo que se encuentra en las obras de los grandes escritores: en los grandes libros encontramos humor, compasión, sabiduría, comprensión y la posibilidad de llegar al fondo de nuestra subjetividad."

La cultura como oportunidad para las relaciones sociales. Muchas actividades culturales tienen un carácter social, como por ejemplo, ir  al cine, asistir a una conferencia o apuntarse a un taller de escritura. El aspecto social de la cultura cumple varias funciones importantes como motor de la comunicación. La cultura canaliza el entusiasmo, como hemos dicho, pero no lo aplaca hasta matarlo, sino que lo reconstituye, porque produce nuevos descubrimientos, conexiones originales, flamantes ideas o imágenes deslumbrantes. Este nuevo material, con frecuencia, causa la necesidad de comunicarse, una extraversión que florece junto con un secreto buen humor. ¿No os ha ocurrido alguna vez que tras asistir a una obra de teatro habéis iniciado una discusión sana e intelectualmente leal, al término de la cual lo tratado no tuvo que ver con la propia obra? Ésta sólo fue un pretexto; la cultura encendió la mecha de la comunicación. Ahí está su capacidad para la relación social.

La cultura como la preponderancia de ciertos valores, por ejemplo, la imaginación, la creatividad, el respeto y otros. Aparte del aprendizaje en sí de una disciplina, tanto ésta como la persona que transmite el conocimiento crean un mundo moral y afectivo del que es imposible sustraerse. La diversidad de mundos a los que nos asoma la cultura nos enseña humildad y las grandes obras de la cultura nos muestran, por un lado, el valor de la creatividad y de la fuerza de la voluntad y, por otro, lo necesario del sentido crítico y el respeto. Hay muchos valores que fomenta la cultura, incluso de un modo inconsciente y sutil, y entre ellos, por citar uno que considero esencial, está la imaginación, no vista como una fantasía estéril sino como el alumbramiento de una conexión profunda e inesperada que produce eso que llamamos originalidad. Un texto de Alonso de Santos, de su libro La escritura dramática (Didascalia, 1997), nos ilustra sobre la necesidad vital de la imaginación:

"Somos, como seres vivos, un minúsculo y perdido punto en mitad de tiempo y del espacio. Pero nuestra imaginación puede inventar y dominar dicho espacio y tiempo infinitos. "Por el espacio inmenso el universo me envuelve, por el pensamiento yo le envuelvo a él", decía Pascal. Habitamos, así gracias a la imaginación, varias vidas paralelas. Estamos trabajando una mañana en una fea y gris oficina y nuestra mente nos lleva volando en un globo mágico y nos hace disfrutar unas horas de la ajetreada vida de un pirata del Caribe siglos atrás. Producimos en el interior de nuestra mente un constante flujo de imágenes, no sólo en el mundo del sueño sino en la vida cotidiana.

Ese "soñar despiertos" nos suministra la dosis de fantasía necesaria para que surja en nosotros un pensamiento creador. Dejamos de ver las cosas como son -o como nos parece que son- y hacemos proyecciones fuera de nuestra relación espacio-temporal con la vida real. Nos adentramos, de esta manera, en el mundo de la ficción que tiene siempre la categoría de un acto de libertad y rebeldía, como señalaba Mario Vargas Llosa en su discurso de entrega del Premio Cervantes en el año 1995:

Una ficción es, primero, un acto de rebeldía contra la vida real y, en segundo lugar, un desagravio a quienes desasosiega el vivir en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo imposible" que según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Víctor Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más puras o más terribles, que las que le tocó vivir."

Podríamos seguir examinando otros significados de la cultura: la cultura como educación, como forma de civilización; la cultura como la actividad que da madurez; el amor a la cultura como una actitud vital y como expresión de una alegría sincera y honda; la cultura como actividad que desarrolla la atención hacia la vida, etc. Pero creo que lo expuesto hasta aquí justifica suficientemente la relación entre cultura y entusiasmo.